lunes, febrero 13, 2006

Reine de Beauté

Aunque no sea una experta, ni mucho menos, reconozco que otra de mis aficiones -junto a ver coreanas cantando jeje- es la arquitectura. La Península Ibérica está regada de esculturales construcciones en las que se pierden mis sentidos, pero fue una extranjera la que me dejó una marca indeleble en la memoria. Y es la archiconocida catedral de Notre-Dame, en París.
Sus perfectas proporciones, los exquisitos detalles de la roseta y los ventanales; la orgía de sus torres que culminan en un orgasmo de equilibrio imposible... En resumen, una obra de arte que me embrujó desde el primer momento en que la vi, en la semi penumbra del atardecer. Quizá fuera lo malévolo de la hora, esos caprichosos claroscuros que deforman y alteran la visión de las cosas, pero el embrujo fue inevitable.
Sin embargo, el hechizo seguía vigente a la mañana siguiente, cuando, a plena luz del día, me sentí pequeñita pero enamorada al lado de ese gran nido de piedra.

Esta catedral es mundialmente conocida por varias razones. Edificada en el corazón de la capital francesa -la Ile de la Cité-, su historia está plagada de símbolos y tiene una carga cultural y literaria pocas veces comparable aotras edificaciones. No entraré en aspectos técnicos porque cualquier enciclopedia los daría infinitamente mejor que yo, así que me limitaré a decir sartas de tonterías, a mi estilo.

Curiosamente -o no, porque las similitudes y reminiscencias en arquitectura son inevitables-, el otro día encontré por casualidad una catedral que me recordó inmediatamente a mi amada Notre-Dame. Es la Catedral de Santa Gúdula, en Bruselas (izquierda). A pesar de no compartir rosetón, y de reflejar un carácter mucho más gótico, es sin duda una prima no muy lejana de su compatriota parisina. Tan lejos y, al mismo tiempo, tan cerca.

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